¿Virtualidad una nueva realidad? O entendiendo una nueva realidad de la realidad.

Introducción

La virtualidad no es un problema (solo) tecnológico. Los desarrollos veloces de la digitalización desde hace poco más de treinta años han logrado cubrir casi por completo el escenario de fabricación de lo imaginario, a través de dispositivos e interfaces que deslocalizan los cuerpos y sincronizan la atención consciente de los sujetos, pero paradójicamente aún hay pocas precisiones acerca del sentido complejo de lo virtual. En las escuelas aún un curso de virtualidad parece atado al desarrollo de habilidades informáticas, impartidos en “ambientes virtuales” donde puedan practicarse usos de softwares. Por otro lado, se juzga el análisis de “lo virtual” desde evaluaciones de novedad e innovación frente a la aparición de nuevos programas digitales, tanto en ámbitos gráficos como sonoros. Pero lo virtual es un problema más profundo que las evaluaciones frenéticas de nuevos softwares al uso. La virtualidad está inserta en la constitución misma de lo ontológico humano. Desde ella se pueden describir los procesos de hominización y humanización. Sin ella aquello que entendemos por “hombre” nunca se habría constituido. Tanto el lenguaje como la técnica, la religión, la política, la economía y el arte presentan escenarios virtuales complejos no reductibles a los discursos positivistas de las creaciones teletecnológicas.



El concepto de lo Virtual

El concepto de lo virtual es escurridizo. Transita entre ámbitos filosóficos y tecnológicos. Hoy, ante el desarrollo velocísimo de las tecnologías digitales, vemos aparecer por doquier la palabra “virtual” referida a todo tipo de experiencias y espacios (se habla de realidad virtual, sexo virtual, hábitats virtuales, museos virtuales, bibliotecas virtuales, etc.), lo cual ha configurado escenarios de interacción no restringidos al contacto físico directo. 
La escenificación actual tras las pantallas de computador y dispositivos móviles, nos induce a pensar que la desmaterialización de la experiencia sensible está al orden del día y que las formas de acción “virtual” separan gradualmente al cuerpo de la noción de realidad. Es claro que la influencia de las teletecnologías contemporáneas establece formas definidas de adopción y adaptación cerebral al campo de percepción sensible y que de allí se derivan nuevas subjetividades (y procesos de subjetivación); pero también lo es que el campo de construcción y producción virtual es intrínseco al proceso evolutivo de las funciones sensorio-motrices y neuronales de la especie humana. Lo virtual se inscribe en el proceso de hominización. Sin la capacidad virtualizante humana no podríamos entender la técnica, la filosofía, la religión, la política o el arte. De hecho podemos condensar todo el esfuerzo de comprensión y transmisión humana, atado al desarrollo de disciplinas cognitivas racionales, en la propia experiencia de lo virtual. 

Pese a que el discurso sobre la virtualidad es reciente (en el uso cotidiano no tiene más de 30 años y en el plano filosófico hubo que esperar hasta principios del siglo XX para que el término fuera acuñado en un corpus teórico —gracias a H. Bergson, 2006—), las características que podemos precisar dentro del funcionamiento de lo virtual pueden datarse tanto al nivel de la construcción de experiencias indeterminadas por la sensibilidad física, en procesos de liberación funcional, y motriz como del pensamiento. Aunque no se definan como virtuales, las ideas de “cielo”, “paraíso”, “mundo de las ideas”, o la propia idea de “ser”, configuran escenarios virtuales que sobre-determinan las experiencias sensibles y establecen vínculos abstractos con actividades concretas.

Para los escenarios de percepción consciente, la virtualidad es justo el campo de superación funcional (y por ende de desfuncionalización) de los límites perceptivos, por mucho que la propia industria del entretenimiento pretenda mantener los regímenes de verdad perceptiva. Como dice Pierre Levy (1999), “la virtualización es uno de los principales vectores de la creación de realidad”, en la medida, precisamente, que “lo virtual, a menudo, «no está ahí»”, ahí donde lo ubicamos. Lo virtual es, como diría Michel Serres (1995), lo fuera de ahí, aquello siempre desplazado del centro de gravedad perceptiva, lo no determinable, pero que funciona o puede funcionar como determinación. 

Bien, es necesario reconocer, a su vez, que Lo virtual no es contrario a Lo real. La virtualidad no puede confundirse con un escenario ficticio que copia la “realidad-real”. El plano de comprensión de la virtualidad no debe entenderse como contracara de la realidad efectiva, como se ha hecho común en parte de la inconsciencia analítica actual —promovida por las industrias de lo simbólico—. Los mundos virtuales no son existencias-apéndice de la realidad concreta que fungen como aparatos de representación funcional. La “realidad virtual”, en “realidad”, es un término mal usado o mal entendido. Decir “realidad virtual” implica diferenciar la experiencia virtual de otra experiencia (quizás) más “real”, como si existiera una “realidad real” aparte y mucho más confiable frente a una “realidad virtual” que se revela como impostura, para la percepción sensible “verdadera”.





Es por ello que se hace necesario precisar que la diada de comprensión para lo virtual no se rige por la diferencia realidad-posibilidad sino por la complementariedad virtualidad-actualidad, en el sentido que lo expone Deleuze (2002):

Lo virtual no se opone a lo real, sino solamente a lo actual. Lo virtual posee realidad plena, en tanto que virtual… La realidad de lo virtual consiste en los elementos y relaciones diferenciales, y en los puntos singulares que les corresponden. La estructura es la realidad de lo virtual.



Las tecnologías digitales y la “desvirtualización” de la experiencia

El entusiasmo inicial visible en las memorias del Primer Congreso Internacional del Ciberespacio (Benedikt, 1993) ocurrido en Texas a finales de los años 80, donde el carácter de lo virtual estimulaba los deseos creativos (en oposición a los re-creativos de la actualidad) y el sentido amplio de la experiencia sensible buscaba violentar los estatutos de representación (a partir de estímulos neuronales que extrapolaran las nociones básicas del “sentido común”), ha ido perdiéndose paulatinamente. Si bien el desarrollo tecnológico de los últimos años ha terminado por superar con creces las profecías de los años 80, ofertadas como especulaciones de la ciencia ficción, y el campo fértil de la percepción ha sido poblado por experimentos neuronales que equiparan y superan los entusiasmos psicogénicos de los años 70, poco a poco vemos cómo los regímenes de control sostenidos en análisis de mercado y estadísticas económicas domestican con eficiencia las capacidades poiéticas de la potencia virtualizante. 

De los hallazgos estimulantes de finales de los 60 —sobre todo la especular y, por tanto, atractiva idea situacionista de la psicogeografía (ver Debord, 1977)—, parecía encontrarse un punto de inflexión definitivo en las posibilidades constructivas de escenarios no restringidos a los regímenes de percepción física y, por tanto, se ofrecía como promesa efectiva de la liberación de hábitos atados a los hábitats concretizantes (que el “sentido común” denomina “reales”). 

En suma, la virtualidad aparecía, a través de la fabricación del ciberespacio, como un campo activo de variación constante del ser y la existencia, un espacio abstracto de percepciones reales en las que los hábitos cesaban de ser límites comprensivos y se distendían hasta los márgenes de lo imaginario y ficcional, en procesos de desjerarquización perceptiva. Pero la aparición de las redes de intercambio informático, para 1993, con la fundación de la World Wide Web, encaminaron todos los proyectos a intereses decididamente comerciales y económicos, con lo cual los sistemas de control estadístico predominaron sobre los deseos e intereses de experimentación perceptiva y creadora. 

Con la aparición de la Internet ampliada y conectada, dirigida a usuarios consumidores, el sistema se encaminó a los cálculos de oferta y demanda, que terminaron por medir intereses de consumo según riesgos operativos. Eso quiere decir que la producción de contenidos “virtuales” se redujo a la plasmación de experiencias cotidianas reconocibles para los usuarios, con el fin de no indisponerlos y garantizar grados permanentes de consumo. De allí provienen las metáforas fáciles del espacio ordenado: homes, sites, windows, galleries, fórums, shops, etc, … que obligan a comportamientos análogos según regímenes clásicos de representación que derivan en sistemas operativos convencionales en los que, así como en la vida simbólica pero material, se requieren códigos de acceso, pagos de peajes y aduanas, y además se está sometido a la constante vigilancia de las direcciones IP. Es decir, el mundo “real” fue literalmente trasladado a la pantalla.

Lo virtual tecnológico dejó de ser una oportunidad de expansión para la experiencia sensible y se convirtió en un régimen replicante de la vida cotidiana.



La desaparición de las distancias, la posibilidad de tener todo
a-mano, saberse dueño del campo potencial, y expandir el espacio
privado (propio) a través de los movimientos individuales,
también desorientan y descolocan al sujeto, lo hacen susceptible
de ser ubicado y controlado: al llenarlo de espacios posibles lo
aquietan funcionalmente, lo domestican (nunca mejor dicho)
discretamente mientras le siguen presentando su propia imagen
de autonomía. 

Nada más perturbador que el efecto narciso de las
selfies: la imagen personal, oda al yo simulado, repetida hasta la
saciedad, supuestamente manejada por la soberanía de sí, pero
sujeta a dispositivos y aplicativos informáticos que siempre podrán
rastrear las huellas de cada imagen. El sí mismo del selfie, por
otro lado, es la exasperación de la imagen exhibicionista: el yo de
todos, menos para mí. El selfie captura la foto con los eternos ojos
del otro, mientras el yo pretende controlar su propia imagen. Y
es en esa pseudofabricación del yo controlado que las tecnologías
digitales consiguieron desvirtualizar su virtualidad. Como hemos
señalado, la virtus implica el campo potencial del diferir diferido
de la diferencia, nunca sujeto a regímenes de semejanza. 

Por lo tanto, las tecnologías que consigan hacer vivir el “fuera-de-aquí”
como si fuera “el-mismo-aquí”, según la experiencia replicada
de la realidad sensible, consiguen también convertir lo virtual
en posible y lo actual en real. Solo que dentro del plan extenso
y perturbador del simulacro, sin que los usuarios estén ya en
disposición de contravertir su fantasmal existencia.




Conclusión
La virtualidad como problema específicamente humano, no restringido a los desarrollos recientes de la tecnología digital, nos ofrece un panorama complejo y sugestivo para considerar las variaciones estructurales que han constituido la percepción de lo real. La virtualidad no es (o por lo menos no solo es) un problema tecnológico, aunque hoy su discurso se ampare en los desarrollos de la digitalización. 
Es un problema constitutivo de la construcción misma de lo humano: para desarrollarse como especie el homo no ha cesado de virtualizar, es decir, su constitución de organismo vivo perecedero solo pudo convertirse en consciencia de sí como mortal por su capacidad virtualizante. Y es esa, precisamente, nuestra preocupación en este ensayo: ofrecer un campo reflexivo más allá de la distinción corriente de la virtualidad y la “realidad”, por considerarlo un problema mal formulado. 

El problema de “la realidad” no se opone a lo virtual, y de hecho podemos precisar que lo virtual es real. Esto querría decir que no existe una “realidad virtual” distinta a una “realidad real”. El hombre ha habitado lo virtual mucho antes de los desarrollos tecnológicos de la era digital, solo que nuestro campo perceptivo nunca como hoy había estado tan estimulado por experiencias directas de mundo sin requerimientos de filtros conscientes. Por lo tanto, no debe comprenderse una división entre el sentido virtual de lo humano y el sentido virtual tecnológico. El hombre virtualiza, es decir, se desprende de campos funcionales hacia campos problemáticos complejos, exteriorizando sus acciones, pulsiones y deseos, ya sea en objetos técnicos, contratos sociales, creencias religiosas o ideologías políticas. 
Todo esto, que no es otra cosa que el mundo de lo humano, es también el mundo virtual.





Autores: Parra Valencia, Juan Diego1 juanparra@itm.edu.co
Fuente: Eidos. Jul-Dec2016, Issue 25, p259-285. 27p.

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